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Sentimiento de CULPA Mente Sana

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Sentimiento de CULPA

La culpa puede tener unas raíces muy profundas por haberse desencadenado, quizá, en nuestra infancia y acompañarnos a lo largo de nuestro ciclo de vida hasta la edad adulta.

Empezaremos con La culpa inconsciente que casi siempre está relacionada con eventos o situaciones frente a los cuales hay algún tabú o se experimentan como insoportables.

A veces, tiene que ver con acciones que se llevaron a cabo, pero otras veces simplemente está relacionada con pensamientos o deseos que conscientemente se rechazan.

En otras ocasiones, la culpa inconsciente está asociada con la agresividad o la sexualidad.

Hay sentimientos o deseos que se experimentan, pero al mismo tiempo resultan intolerables.

Lo que hace nociva a la culpa inconsciente es, precisamente, el hecho de que no se reconoce, sino que se reprime.

Sin embargo, también de forma inconsciente, esa culpa retorna y se manifiesta como autosabotaje, ansiedad, melancolía e incluso conductas malignas que se llevan a cabo para obtener un castigo.

Una de las formas habituales de manifestación de la culpa inconsciente es a través de un malestar constante con uno mismo

“no soy bueno, merezco castigo”.

Esto es algo más que un simple problema de “autoestima”.

Este tipo de culpa lleva a un persistente rechazo por uno mismo. Nada de lo que la persona hace le satisface por completo.

Y nada de lo bueno que llega a su vida cree merecerlo y lo rechaza

Es hipercrítico consigo mismo y menosprecia sus pensamientos, sentimientos y acciones.

Muy frecuentemente esto conduce a estados depresivos y a vidas con pocos o escasos logros o también puede ocurrir que sus logros no los valore.

Cuando se configura ese cuadro, se habla de “culpa depresiva”.

En los casos extremos conduce a la parálisis de la vida.

Hay tanto sentimiento de indignidad, que la persona llega a sentirse no merecedora incluso de la vida misma.

Pueden pensar que nadie las quiere y reclama amor constantemente, aunque en el fondo no cree merecerlo

También puede volverse excesivamente irritable y con un mal humor constante.

Tienen gran incidencia los valores (o antivalores) familiares, culturales, religiosos, etc.

Alguien con una educación muy conservadora puede llegar a pensar que experimentar deseos sexuales es algo ruin.

Muchas personas también sienten culpa inconsciente por episodios que tuvieron lugar durante su infancia y frente a los cuales no tenían el más mínimo control.

Por ejemplo, por las discusiones entre sus padres. O los abusos de los que fueron objetos. O las experiencias de sexualidad infantil.

A veces, incluso, se experimenta culpa inconsciente simplemente por el hecho de estar vivos.

“Si no hubiera nacido, quizás mi madre habría podido terminar la carrera y no se lamentaría por ello hoy día”.

Otras veces, la culpa aparece por ser distinto a los demás. Recordar el cuento del patito feo y en realidad era un cisne.

Si lo pensamos bien, muchas de las frases que recibimos en los primeros años de vida pretendían sobre todo controlar nuestro comportamiento proyectando un sentimiento de culpa:

“eso que acabas de hacer está muy mal, deberías avergonzarte de ello”.

Son situaciones que sin duda, a todos nos pueden ser más o menos familiares.

Existe también la culpa traumática es un tipo de remordimiento que surge tras haber sido víctima de un abuso o de un hecho violento o altamente peligroso.

También es muy usual que surja tras vivir hechos muy dolorosos, como la muerte de un ser querido o un divorcio.

La paradoja de la culpa traumática estriba en que quien ha recibido un daño, se siente responsable por el mismo.

¿Por qué una víctima ha de sentirse culpable?

¿No es acaso el agresor quien debe arrepentirse de sus acciones?

Con notable frecuencia ocurre que los agresores no experimentan culpa alguna, al menos de manera consciente.

Justifican sus acciones a través de fórmulas como “lo merecía”, “me indujo a ello” y otras por el estilo.

La víctima, en cambio, experimenta culpa traumática y esta llega incluso a determinar buena parte de su vida.

El trauma se origina cuando tiene lugar una experiencia que amenaza la integridad física o psicológica de una persona.

Incluye, por lo tanto, un peligro real y una situación en la cual la víctima queda en estado de indefensión.

Esto ocurre, por ejemplo, durante un asalto, una agresión física, o un accidente, entre otros.

Lo que la persona experimenta ante una situación así es confusión, sensación de caos y horror.

También tiene un sentimiento de que todo es absurdo y gran desconcierto.

Por lo general, una situación traumática genera recuerdos fragmentados.

La víctima siente que es imposible narrar lo ocurrido de una forma que satisfaga el horror que le causó.

Al mismo tiempo, siente que su relato es básicamente incomprensible para los demás.

Nadie alcanzaría a comprender la magnitud de lo que sintió y siente al respecto.

Por lo tanto, se siente separada del resto del mundo.

El trauma quiebra la confianza en los demás y en uno mismo.

El hecho traumático rompe una lógica que se creía sólida y consistente.

Y aunque los seres humanos tendemos a creer que tenemos control sobre la realidad y un trauma hace que esta convicción se diluya.                      Por lo tanto, el Yo queda quebrantado.

Todo trauma deja una huella indeleble, tanto en el orden consciente, como en el inconsciente.

Tras esa vivencia, las personas tienden a replegarse emocional y afectivamente. “Se esconden” dentro de sí mismos, por así decirlo.

Esto conduce al aislamiento, en mayor o menor medida.

También aparece la necesidad de recrear mentalmente lo ocurrido, tratando de encontrarle un sentido.

En el marco de esa rumiación toman forma dos sentimientos muy fuertes. El uno es la vergüenza y el otro, la culpa traumática.

Por lo general, esa culpa traumática toma forma a través de pensamientos y conjeturas asociadas a fantasías sobre lo que se habría podido hacer, o no hacer, para evitar o limitar el daño recibido.

Sin apenas darse cuenta, la persona afectada comienza a incubar reflexiones del estilo: “He debido defenderme con más ahínco”, o “Esto me pasa por no tener suficiente carácter”.

Uno de los aspectos más problemáticos es que la persona comienza a percibir el mundo de una forma amenazante.

No sabe qué puede esperar de la realidad.                                               Así mismo, se siente muy vulnerable, pues ya pasó por algo en lo que su capacidad de control se vio seriamente menguada o anulada.

Así, la persona puede tornarse en inhibida o temeraria.

Buena parte de todos esos procesos asociados a la culpa traumática tienen lugar de manera inconsciente.

Muchas veces los recuerdos fragmentarios de lo sucedido incuban la idea de responsabilidades imaginarias:

“He debido prever lo que iba a ocurrir”, o “Habría tenido que informarme bien, antes de pasar por esa calle”, etc.

Sin notarlo, las personas quieren volver razonable la irracional y totalmente reprochable situación de violencia o abuso.

También desean recuperar su capacidad de control sobre el mundo. Culparse a sí mismos es una manera (equívoca) de volver a visualizarse como sujetos y no como objetos de otros o del mundo.

Un trauma no tratado puede conllevar efectos de por vida.

Se manifiestan como angustia, encapsulamiento y cosificación de uno mismo.  ir en contra de su propia esencia como ser humano, despojarse como persona de su propia dignidad. 

La persona termina sintiendo que “debe dejarse llevar”, o temiéndole a las acciones que supongan tomar el control sobre su destino.

El trauma y la culpa traumática deben ser abordados en psicoterapia.

Es fundamental vencer el silencio, reinterpretar lo sucedido con un criterio más realista y flexible y dotar de significado al sufrimiento.

También por supuesto, abrir paso a la reconciliación con uno mismo. Ante las atrocidades, podemos darnos por bien servidos si, de un modo u otro, logramos sobrevivir.

Por ello, es necesario recordar que ante la vida podemos adoptar dos tipos de roles:

El de quien arrastra a lo largo de su vida un sentimiento de culpa (y el consecuente victimismo) 

o bien liberarnos de esas cargas, reparar posibles errores y evitar estados crónicos de angustias y resentimientos tan poco saludables.

Está demostrado que tras la depresión, la ansiedad, el trastorno obsesivo compulsivo (TOC) e incluso en los trastornos de la alimentación, habita en gran parte de las ocasiones un sentimiento de culpa.

Esta emoción que surge tras un comportamiento, una situación de la que nos creemos responsables o incluso a raíz de esas proyecciones que nuestros padres pudieron dirigir sobre nosotros en el pasado, o incluso a lo largo de nuestra vida dirigidas por personas que consideramos amigos o de nuestras parejas que impactan en uno mismo de diversos modos:

Influencias físicas: la activación psicofisiológica del sentimiento de culpa se manifiesta con dolores en el pecho, estómago, presión en la cabeza y molestias en la espalda.

Influencias emocionales: irritabilidad, nerviosismo, y es frecuente que lo identifiquemos como algo parecido a la tristeza.

Procesos mentales: autoreproches, autoacusaciones y pensamientos destructivos de la autoestima y valía de uno mismo.

Sentir culpa y hacerse responsable de los errores son dos realidades muy diferentes.

La primera solo sirve para enfermar a las personas. Inicia una espiral de autotorturas que no conducen sino al deterioro psicológico.

La segunda es una forma consciente y adulta de evaluar la propia conducta y, sobre todo, de aceptarla.

Para afrontar la culpa, acepta su existencia pero no la intensifiques

Muchas acciones de las que emprendemos ayudan a aumentar el sentimiento de culpa.

Sin apenas darnos cuenta y con frecuencia, podemos generarnos un malestar tan inútil como innecesario.

Se supone que a nadie le gusta ser su propio verdugo, sin embargo, en gran parte de los casos acabamos siéndolo.

Estas acciones mentales son las que pueden alimentar en mayor medida nuestros sentimientos de culpa.

Veamos por tanto cómo son y cómo actúan los mecanismos que alimentan la culpa.

Una de estas acciones es el pensamiento extremo polarizado. Dentro de esta visión, ante nosotros todo o es blanco o negro, pero en raras ocasiones podemos ver que existen matices y una amplia gama de posibilidades y circunstancias.

Pensar que las cosas son buenas o malas, positivas o negativas, nos reduce drásticamente la visión y nos deja poco espacio para maniobrar.

Es una forma de rigidez propia del perfeccionismo, con un sistema de normas estricto.

Otra es la forma de afrontamiento.

El afrontamiento del sentimiento de culpa no radica en dejar de sentir esta emoción, en erradicarla o evitarla.

Que aparezca es algo inevitable y aparecerá frecuentemente en nuestras vidas, y por supuesto que dolerá.

El sentido está en dejarla sentir y a continuación considerar, reflexionar, por qué ha aparecido.

No rehúyas la emoción de la culpa, entiéndela

Como escribió -Anthony de Mello-

“El secreto de la serenidad es cooperar incondicionalmente con lo inevitable”

La última de las acciones que nos ayudan a incrementar el sentimiento de culpa es el diálogo interno.

Deberíamos ser capaces de hablar con nosotros mismos sin reprocharnos nada.

Cuando experimentemos la sombra de esta emoción lo ideal es preguntarnos:

¿Por qué me siento así?, ¿qué situación es la que me ha provocado la culpa?, ¿puedo asumir esta culpa sin hacerla más grande ni infravalorarme por ello?

Entender, mediar y sanar la culpa

La sensación de culpa es una emoción que actúa de aviso.

Es un sistema de alarma del que no debemos huir.

Lo ideal por tanto es reflexionar acerca de lo que la ha provocado, y entender por qué nos sentimos de ese modo.

Es como un aprendizaje para comprender dónde tenemos que poner el foco de atención en nuestras vidas para lidiar con las vulnerabilidades.

Al hacer este análisis constructivo evitamos un sufrimiento y malestar que no tienen nada que ver con la culpa, sino más bien con nuestra desvalorización e incomprensión hacia nosotros mismos.

De esta forma podremos dar solución y entender que existen alternativas para afrontar la situación en la que nos hemos sentido culpables.

La culpa puede venir mediada, por ejemplo, por no haber pedido perdón a alguien por nuestro comportamiento.

Otras veces, por pensar que hemos actuado con poco acierto, con poco esfuerzo o de modo equivocado.

Y las más dolorosas son las que nos han hecho creer culpables sin motivos.

Entender por tanto que a menudo hay un error que reparar nos permite desplegar un mecanismo de acción y reparación.

Forma parte de nuestra responsabilidad intentar comprendernos sin caer en la propia desvalorización, autocastigarnos o descalificarnos, pensando injustamente que somos malos o egoístas y no hay nada que hacer al respecto.

Esto nos lleva a un bucle en el que perdemos el tiempo y nos autodestruimos sin solucionar nada, ni emprender las acciones que llevan a la solución externa y la de nuestro conflicto interno.

Aprendamos a gestionar la culpa de manera efectiva, constructiva y ante todo, sanadora.

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