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EL DON DE LAS LÁGRIMAS.

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EL DON DE LAS LÁGRIMAS.
Todavía son muchos los que identifican el llanto como un signo de debilidad.
Hay quienes se enorgullecen de su capacidad de aguantar el dolor y la tristeza.
Mas no llorar no es tanto una muestra de fortaleza cuanto de resistencia.
Soy fuerte cuando abrazo y reconozco la propia debilidad, cuando miro cara a cara y acojo sin reservas lo que siento y me emociona.
La resistencia es sólo una fuerza aparente, la que se moviliza de manera hiperbólica y exagerada para ocultar una debilidad, un sentir, un emocionar que se niega y se proscribe, que se condena y censura en lo más profundo de las entrañas.
Todo el cuerpo, y también el alma, se tensa y se contrae para impedir que por las ventanas de los ojos se desparrame un hondo sentir.
El llanto es la lluvia que el cielo del alma hace caer sobre la dura superficie de la carne para regarla, refrescarla, nutrirla, hacerla fructificar.
Unas veces cae suave, otras con violenta tempestuosidad.
Así como la tierra sin lluvia se seca y se resquebraja, una vida sin lágrimas acaba por convertirse en desierto.
Las lágrimas son la sangre de los ojos cuya fuente procede del corazón.
Por eso, quien ve y llora su error, descendiendo hasta su fuente, hace rebrotar de allí una nueva energía que le limpia, le redime, le purifica y le hace crecer.
Esa energía se condensa y baila en cada una de las lágrimas derramadas.
De la misma manera que el cielo se muestra limpio, luminoso, fresco y transparente después del aguacero, el rostro irrumpe con un nuevo resplandor en los ojos y una más transparente y luminosa presencia en la cara cuando ésta se deja inundar por las lágrimas.
Las lágrimas, aun siendo agua, construyen uno de los puentes más sólidos que nos acercan a la ribera del otro.
Tal vez porque humedecen y ablandan los propios adentros.
Las lágrimas son un don, una gracia divina que nos hace humanos, una invitación a una alegría más honda y serena porque quien no puede llorar tal vez tampoco pueda regocijarse de veras.
Texto original de José María Toro.
Del libro LA VIDA MAESTRA

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