El síndrome del ciempiés
Un día, una mariposa encontró un ciempiés. Nunca había visto un animal así, por lo que sintió una gran curiosidad por saber cómo podía mover las patas de forma tan coordinada.
– Ciempiés, ¿cómo haces para mover los pies con tanta precisión?
El ciempiés nunca había pensado en ello, simplemente lo hacía, era tan natural como respirar.
Sin embargo, se detuvo a reflexionar sobre su “asombrosa” capacidad.
Al cabo de un rato, y después de mucho pensar, descubrió que ya no podía moverse.
Síndrome del ciempiés, o por qué a veces no hay que dar tantas vueltas a las cosas
¿Alguna vez, cuando ya estabas de camino, te asaltó la duda de si cerraste la puerta de casa o apagaste la luz?
Es probable que lo hubieras hecho de manera automática, como muchas de las cosas que hacemos a diario.
Sin embargo, también es probable que no puedas deshacerte de la duda durante gran parte de la jornada.
Lo cierto es que funcionamos en gran medida gracias a esos automatismos, hábitos que hemos adquirido y que realizamos sin pensar, hasta el punto de que se convierten en acciones tan naturales que prácticamente no las notamos.
Pero ¿qué sucede cuando les prestamos más atención?
En “La historia de la mente del hombre”, el psicólogo experimental Nicholas Humphrey indicaba que cuando aprendemos ciertas tareas, desde atarnos los cordones de los zapatos hasta ir en bici, se convierten en algo natural.
Como resultado, la mente ya no necesita centrarse en sus mecanismos y, si lo hace, ese esfuerzo puede interferir con la capacidad para realizar los movimientos necesarios.
A ese fenómeno se le conoce como ley de Humphrey, el dilema del ciempiés o el síndrome del ciempiés.
En la práctica, cuando le damos demasiadas vueltas a las cosas que solemos hacer automáticamente, es probable que nuestro rendimiento se resienta o que incluso corramos el riesgo de quedarnos paralizados.
Y no vale únicamente para los hábitos físicos, sino también para los automatismos mentales.
Dar demasiadas vueltas a las cosas
El filósofo Karl Popper también hizo referencia al síndrome del ciempiés.
Contó la historia del director de orquesta y violinista Adolf Busch y el también violinista Bronislaw Huberman. Busch, había fundado un cuarteto legendario que llevaba su nombre, cuyas grabaciones de “Los últimos cuartetos de cuerda” de Beethoven eran veneradas.
Huberman quería saber el secreto, así que le preguntó a Busch cómo tocaba cierto pasaje del concierto para violín de Beethoven.
Este le respondió que en realidad era muy sencillo, pero cuando se dispuso a mostrarle cómo hacerlo, descubrió que ya no podía tocarlo bien.
En Psicología, el efecto ciempiés se conoce como hiperreflexión y se refiere a una conciencia excesiva de la propia conducta, hasta el punto de que interfiere en nuestro desempeño, ya sea en las interacciones sociales o en cualquier otra actividad que implique las habilidades que ponemos bajo la lupa.
Y es un fenómeno que debemos tener en cuenta en tiempos en los que todo parece animarnos a mirar en nuestro interior y optimizar cada fibra de nuestro ser.
El riesgo de ensimismarnos demasiado
Dostoyevski escribía “juro que ser demasiado consciente es una enfermedad, una auténtica enfermedad”.
La idea de que la conciencia reflexiva va acompañada de cierta irritación, perturbación e incluso alienación es un tema omnipresente en la historia de la literatura y la filosofía.
Viktor Frankl fue uno de los primeros psicólogos en analizar la hiperreflexión, calificándola como una excesiva autosupervisión y preocupación por el rendimiento y la imagen.
Se produce cuando, por ejemplo, nos enfocamos en mover correctamente los brazos y las piernas mientras nadamos, pero también cuando prestamos demasiada atención a una mancha en la ropa mientras damos un discurso o nos preocupamos porque no podemos conciliar el sueño.
Según Frankl, esa es la receta más directa para el fracaso porque para funcionar bien, solo tenemos que enfocar nuestra atención en aquello que demanda nuestra conciencia y dejar que el resto siga su curso natural.
Otros psicólogos piensan que la hiperreflexión podría ser mucho peor.
Entendida como una autoconciencia intensificada en la que nos desvinculamos de las formas normales de relacionarnos con la naturaleza y la sociedad, nos tomamos a nosotros mismos como nuestro propio objeto, lo que podría convertirse en caldo de cultivo para los trastornos mentales.
De hecho, muchos trastornos mentales, desde la depresión y la ansiedad hasta las psicosis, están relacionados con un aumento de la autoobservación y la autoevaluación.
Se produce un estrechamiento de la atención hacia la propia persona y el pensamiento da un giro retrógrado hacia lo que ya se ha hecho o ha sucedido.
A partir de ese punto surgen círculos viciosos de autoobservación y alienación.
El necesario equilibrio
La idea del efecto ciempiés en realidad se remonta a las antiguas escrituras sánscritas del vedānta, una de las escuelas filosóficas del hinduismo, según las cuales el que conoce no puede ser conocido y el que ve, no puede ser visto.
vedanta o no dualista, cuya principal novedad estriba en que plantea que la fundamentación de la realidad está en un nuevo estado de conciencia.
La hiperreflexión no debe ser confundida con la introspección y la metacognición. Sería el conocimiento del pensamiento, también denominado “pensamiento del pensamiento”, valga la redundancia.
De hecho, es importante mirar dentro para comprendernos mejor, pero todo tiene un límite.
Las obsesiones, las preocupaciones crónicas y las ansiedades a menudo surgen o se alimentan de ese exceso de foco en nosotros mismos.
Así como es importante conocernos, también es importante comprender que no somos el centro del universo.
Debemos mantener un equilibrio entre lo exterior y lo interior. Enfocarnos excesivamente en nosotros puede hacer que perdamos de vista las circunstancias, limitando nuestra capacidad para responder adaptativamente.
Asimismo, cuestionarlo todo, lo que comúnmente se conoce como buscarle los cinco pies al gato, puede conducirnos a un laberinto cognitivo sin salida lleno de dudas que nos arrebatará la confianza para seguir adelante.
Hay un momento para pensar y un momento para actuar. Un momento para mirar dentro y otro para mirar fuera.
Si nos pasamos demasiado tiempo dudando y cuestionando, es probable que caigamos en una parálisis por análisis que nos impida seguir adelante.
Parálisis del análisis ¿en qué consiste?
Estamos acostumbrados a leer y escuchar datos sobre lo fascinante que es el cerebro humano.
Conocemos ya conceptos como la neuroplasticidad, esa capacidad por la cual este órgano fabuloso puede adaptarse y cambiar en base a nuestra conducta, a nuestras experiencias.
Sabemos también que su potencial es increíble, que podemos seguir aprendiendo y creando nuevas conexiones neuronales incluso en edades maduras.
De algún modo, la ciencia actual nos deslumbra con las virtudes del cerebro y la mente humana.
Sin embargo, descuidamos un hecho concreto: también presentan limitaciones y tienen enemigos que pueden abocarnos hasta estados de gran desgaste.
El principal detonador de estas situaciones es siempre el estrés y la preocupación excesiva.
Por tanto, hay algo que debemos tener claro: quien piensa mucho no es más sabio o encuentra las soluciones más innovadoras a los problemas de la vida.
Es más, una característica común de las personas con un elevado cociente intelectual es el pensamiento arborescente.
Es pasar de una idea a otra y luego a otra más y de ahí, hasta cien más.
Son procesos en los que los pensamientos nunca dejan de crecer y crecer hasta quedar atrapados en las ramas mentales de una auténtica «selva tropical».
Al final, surge el bloqueo y lo que los psicólogos definen como parálisis del análisis
Pensar mucho sin llegar a nada tiene un coste: tu vida se estanca
La psicóloga Catherine Pittman, profesora de la Universidad de Indiana, nos advierte de algo muy importante en su libro:
casi el 50% de la población piensa en exceso y todos ellos han experimentado en algún momento parálisis del análisis.
Aún más, una buena parte de nosotros caemos en bucles mentales patológicos y de auténtico desgaste.
La parálisis del análisis surge cuando se generan pensamientos inútiles y excesivos.
Es darle vueltas a los problemas para verlos desde todos los ángulos, pero sin trazar propuestas de acción y, aún menos, de resolución.
El análisis no es útil porque jamás trazamos un plan ni generamos ningún tipo de respuesta.
Al final, quedamos bloqueados, atrapados en esa sobrecarga mental.
Se trata de un pensamiento que lejos de ser constructivo, nos destruye.
Lo hace porque aparece lo que conocemos como «coste de oportunidad», es decir ante cada desafío que podría ser un avance vital para nosotros, lo dejamos pasar.
Es quedar cautivos de la inmovilidad y del sufrimiento que esta genera.
La parálisis del análisis y la sombra del miedo
«¿Qué pasaría sí? ¿debo hacer esto? ¿Si hago aquello otro, haré el ridículo o irá en mi contra al final?».
Estos pensamientos también abonan el campo mental del fenómeno de la parálisis del análisis.
Así, en medio de nuestra preocupación, es común que en algún momento lleguemos a una posible idea, a una solución o propuesta, sin embargo, al momento, aparece la carcoma de las dudas y el martillo del miedo que todo lo destruye.
Es decir, además de ese pensamiento excesivo en el que irnos por las ramas hasta crear un bosque donde acabar perdidos, surge también esa dimensión emocional dominada por el miedo y la angustia.
La parálisis del análisis actúa como un catalizador del sufrimiento que debemos manejar un poco mejor.
Kufungisisa o el peligro de pensar demasiado
En Zimbabwe, las tribus locales tienen una expresión que resume a la perfección la mayoría de los problemas psicológicos modernos.
Se trata de la palabra kufungisisa, que podría traducirse literalmente como ‘pensar demasiado’, ya sea sobre los problemas de la vida actual como sobre acontecimientos traumáticos pasados.
Entre los shona, una de las poblaciones de esta región, la tendencia de dar muchas vueltas a la cabeza es visto como causa de malestar.
A este comportamiento se le atribuyen problemas tanto físicos como psicológicos.
Así, por ejemplo, los nativos creen que pensar mucho puede provocar depresión o ansiedad; pero también otros males relacionados con el cuerpo, como cansancio o dolor de cabeza.
Pero, ¿hay algo de verdad tras el concepto de kufungisisa? ¿Puede pensar mucho causarnos problemas?
A lo largo de la historia, el hombre se ha sentido orgulloso de su capacidad para reflexionar.
Al contrario que otros animales, que se guían por su instinto, nosotros podemos pensar sobre lo que nos ocurre.
Sin embargo, esta capacidad es en realidad un arma de doble filo.
El resto de especies no tienen la capacidad de sentirse tan mal como nosotros.
Y, por muy contraintuitivo que parezca, es precisamente nuestra habilidad para reflexionar la que también nos trae todo tipo de problemas.
La tribu shona no es el único grupo que ha puesto esto de manifiesto con su concepto de kufungisisa.
Por el contrario, la base de la psicología moderna se encuentra precisamente en esta idea.
A partir de la aparición de la ciencia cognitiva, el estudio de la mente ha revelado que lo que nos hace sentir mal no es lo que nos sucede, sino lo que pensamos sobre ello y cómo reaccionamos.
Albert Ellis, el padre de la terapia racional emotiva, lo tenía muy claro. Lo que nos afecta no es lo que nos ocurre, sino lo que nos decimos acerca de lo que nos ocurre.
Sin embargo, ¿cómo es posible que nuestra mente nos haga sentir mal?
Entendiendo el papel de nuestro cerebro
Los humanos nos desarrollamos en un entorno tremendamente hostil.
A pesar de que ahora mismo vivamos en la abundancia, nuestros cerebros siguen comportándose como si estuviésemos en el Paleolítico.
Por eso, muchas de nuestras funciones mentales han quedado obsoletas hoy en día.
Una de ellas es la manera en la que procesamos la información.
Debido a que nuestros antepasados estaban rodeados de peligros, era fundamental que se fijasen en todos los aspectos negativos y peligrosos de su vida.
Solo de esta manera podían defenderse de animales salvajes, solucionar la escasez de comida o buscar refugio en momentos de necesidad.
Debido a la manera en que funciona la evolución, nuestro cerebro sigue funcionando de la misma forma.
El sistema activador reticular (SAR) se encarga de llevar nuestra atención hacia todo aquello que puede salir mal.
Por eso, tenemos tendencia a centrarnos en lo negativo.
Como sabían los shona al describir la idea de kufungisisa, es esta forma de ver el mundo como algo hostil la que nos hace estar mal.
Sin embargo, hoy en día, darles demasiadas vueltas a las cosas solo nos lleva a preocuparnos en exceso, gastar tiempo e inundarnos de malestar.
¿Qué podemos hacer para dejar de pensar en exceso?
Si somos pensadores en exceso profesionales, de los que llevamos media vida en este mal hábito, debemos concienciarnos de que es necesario hacer un cambio.
Hay que tener claro un primer aspecto: pensar mucho no es sinónimo de pensar bien.
No por quedarnos horas dando vueltas a algo surgirá una idea brillante.
Lo más común, es que se incrementen las dudas y quedemos atrapados una vez más en el agujero negro de las preocupaciones.
Debemos practicar la distancia psicológica, pasando menos tiempo en nuestra cabeza.
Así, cuando veamos que le estamos dando demasiadas vueltas a algo, focalicemos nuestra mente en alguna tarea que nos motive: caminar, escuchar música, escribir, pintar…
También es adecuado reenfocar esos pensamientos.
No se trata de decirnos aquello de voy a dejar de pensar.
Consiste más bien en practicar esa higiene mental en la que procurar que cada idea sea lógica, práctica y con finalidad.
Si las ideas que me vienen solo sirven para alimentar la preocupación, las sustituyo por otras más constructivas.
El papel del pensamiento en nuestro bienestar es tan importante, que casi todas las terapias psicológicas se centran en cambiar nuestra forma de ver el mundo.
En este sentido, básicamente existen dos enfoques, que se han ido transmitiendo desde hace miles de años:
Modificar lo que nos decimos sobre lo que nos sucede.
1- Modificar nuestros pensamientos
La primera respuesta al malestar causado por pensar en exceso es, simplemente, modificar lo que nos decimos.
Según corrientes como el estoicismo, lo que nos sucede no tiene casi nunca importancia.
La moderna psicología cognitiva recoge esta idea para enseñarnos a tomarnos las cosas con más perspectiva.
Según estas corrientes, realmente casi nada de lo que suceda es tan terrible.
Si conseguimos tener esta idea en mente, gran parte de nuestro malestar simplemente se disolverá.
Así, por ejemplo, preocuparse no tendría sentido. Al fin y al cabo, pase lo que pase podemos estar bien.
2- Vivir el presente
Filosofías ancestrales como el budismo y corrientes modernas como el mindfulness se basan en la misma idea: la base del sufrimiento es el pensamiento.
Este es el mismo concepto presente en el kufungisisa.
Para todos los pensadores que siguen estas maneras de ver el mundo, la clave sería, por tanto, conseguir callar a nuestra mente.
Por supuesto, esto no es algo sencillo.
Sin embargo, con prácticas como la meditación o el yoga se puede llegar a conseguir.
La ciencia ha mostrado que conseguir silenciar nuestra mente tiene efectos muy beneficiosos en nuestra salud física y mental.
Para concluir, solo cabe recordar un pequeño detalle: la mente hiperactiva puede hacernos la vida imposible.
Apaguemos ese ruido excesivo e inyectémosla de calma: este será el camino para recuperar nuestro equilibrio interno.
Como todo en la vida, la clave radica en el equilibrio.
Con un poco de esfuerzo, todos podemos aprender a evitar este problema.
Sin embargo, si crees que necesitas ayuda, no dudes en contactar con un profesional de la psicología.
Con su guía, el camino hacia tu libertad mental será mucho más sencillo de recorrer.